Día 62.

Té de manzanilla al iniciar la tarde, sobras del desayuno de alguien más, quizá un melocotón. «What is home without / Plumtree’s Potted Meat? / Incomplete. / With it an abode of bliss». Escribió Joyce en Ulisses… extraño ese libro. Como es lunes, hablemos de trabajo.

Hay situaciones en el mundo que por más que quiera justificarlas a una diferencia cultural solo pueden catalogarse como absurdos. Mórbidos absurdos por cierto. Leo un reporte acerca de las condiciones de trabajo en las armadoras de aparatos electrónicos en China, de la Apple, HP, IBM, compañías grandotas que contratan miles de trabajadores mensualmente para pasarse los días y las noches en líneas de producción por sueldos miserables. Eso no tiene nada de raro, aquí hay mucho de eso en norte del país; me parece que también en el centro, orgullo maquilador. Lo que me llama la atención es la solución a un problema que no viene en los contratos, que es la posibilidad del suicidio. Quizá alguien lo haya leído, que hace unos meses varios trabajadores desesperados por las condiciones de trabajo decidieron aventarse al vacío en señal de protesta desde el techo de una de las fábricas del complejo Foxconn, que es literalmente una ciudad industrial donde trabajan, comen y duermen más de 200,000 almas dedicadas al trabajo repetitivo, mal pagado, con turnos de 12 horas para arriba sin vida social o sindicatos.

¿Cómo evitar entonces que la gente se mate aventándose de los edificios?

Pues poniendo redes protectoras. Obvio.

El primer trabajo serio que tuve, para el que me corte el cabello, hice solicitud y fui capacitado fue en un Walmart cercano a mi casa. Tenía 19 años y quería un trabajo para el verano, algo que me diera algo de dinero, no esperaba gran cosa. Justo eso obtuve. Trabajaba en el área de abarrotes, como «asociado» que es un término que se utiliza para informarte que eres tan importarte para la empresa que eres casi como familia, por lo que no tiene caso hacer antigüedad o preocuparte por ser protegido por las leyes de seguridad social o recibir el salario mínimo completo, que por cierto, me pagaban mucho menos de un dólar la hora, del cual me descontaban impuestos. Me gustaba ser tratado como ladrón durante mi turno, al ser revisado al entrar o salir, siendo vigilado por cámaras todo el tiempo y advertido constantemente que la empresa no se tentaría el corazón en llamar a la policía si se me descubría hurtando. Buenos tiempos. ¿Mi puesto?

Técnico acomodador de latas.

Al menos ese fue el nombre que le di a mi puesto, que consistía en llenar los anaqueles, revisarlos constantemente y acomodar los productos de tal manera que cada que un cliente dejaba un hueco al llevarse un artículo, tomar otro igual de la fila de atrás y ponerlo al frente para que se viera como si estuviera repleto el anaquel. Todo el turno. Al mismo tiempo, tenía que atender a los clientes que se acercaban para preguntar o solicitar tal o cual producto, la mayoría muy amables, pero otros eran unos verdaderos hijos de puta (sí, así de rencoroso soy), ya saben de cuáles. También me tocaba firmar de responsable por cambios de precio o similares, sin la menor idea de que es lo que hacía, solo me decían «pon tu nombre aquí». Afortunadamente no cometí errores al respecto, porque todo está controlado por las maquinitas esas que traen algunos empleados cuya información va a una base central donde miembros superiores de la cadena alimenticia controlan los precios, inventarios y dineros que entran, los cuales miran y tratan con desdén a los demás empleados. En algún momento a mi jefe inmediato superior lo hicieron pulir el piso de la sección porque se equivocó en poner unas etiquetas de precio. No era un tipo que me agradara mucho, hasta me alegré verlo humillado porque me daba dos o tres órdenes al mismo tiempo en lugares diferentes sin posibilidad de terminarlas dentro de mi horario normal de trabajo, pero ahora recordando el asunto siento pena por el: no merecía ser tratado así por un error.

Todo esto se desarrollaba mientras escuchaba sin parar música de supermercado, anuncios de ofertas una y otra vez cada 5 minutos, publicidad de la tienda (todavía no me la puedo quitar de la cabeza, posiblemente sea de mis últimos pensamientos antes de expirar) y órdenes a los empleados, por lo que tenía que estar todo el tiempo poniendo atención a ver si no era a mí a quien mandaban llamar a caja, bodega o a firmar cambios de precios.

No duré ni quince días en el trabajo.

Como al cuarto día entendí el porqué es posible que una persona entre a un McDonald’s en Estados Unidos y comience a dispararle a la gente. La despersonalización entra rápida, al tiempo que te quebranta el espíritu, igual que la monotonía, el no saber que se está haciendo y darte cuenta que hagas lo que hagas, tu labor va a quedar desecha: al próximo turno hay que comenzar de nuevo. Recuerdo que me prometí nunca más trabajar para una empresa, la cual no pude cumplir, pero procuro no olvidarlo. Después de todo yo fui quien pidió el empleo, nadie me obligó a entrar ahí, nadie me impidió salir.

Sé que todos hemos pasado por situaciones similares, es como uno de los requisitos antes de poder saber lo que no se quiere en la vida. Nunca trabajé más de ocho horas en el centro comercial, no dependía de ese ingreso, todo estaba dentro de la ley además que acabé aprendiendo el valor del dinero. Escribo esto en mi laptop que utilizo principalmente para perder el tiempo o quejarme, la cual fue hecha en China, donde diversas manos fueron poniendo partes, probándola, mirando al frente, escuchando voces mecánicas que les informan una y otra vez que tienen más maquinas por armar que cuestan tres meses de su salario, en un lugar donde no trabajar no es una opción y donde la solución para evitar que los empleados se maten es poner redes protectoras a los costados de los edificios.

Me pregunto si he aprendido algo al escribir esto, o si solo me comí tres melocotones sin dar las gracias.

«Todos amamos al líder invisible y protector».

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